Luces y sombras del segundo debate presidencial (Artículo)
El tema quizás no sea en este caso el de quién ganó el debate, sino el de quién o quiénes lo perdieron, reflexiona Julio Moguel.
- Redacción AN

Julio Moguel
I
La sonrisa cuajada. Un rictus que se convierte en mueca. Una especie de Anonymus de derecha que promete el cielo en la tierra a los multiplicados mortales que lo escuchan. La desesperación en el trance: Ricardo Anaya da golpe tras golpe en el escenario virtual en el que ha sido entrenado, convirtiendo sus afanes en vileza.
“Cinismo” es el término utilizado por el candidato José Antonio Meade para encuadrar el acting del panista. “Canalla” es el que usa Andrés Manuel López Obrador para ubicar, con suficiencia en rigor terminológico (“persona que es despreciable por su comportamiento vil”), la estatura moral de su oponente.
José Antonio Meade, por su parte, acaso ahora con mejor capacidad de esgrima que en el primer debate, no puede sin embargo evitar la huella profunda que le imprime a su currículum uno de los errores políticos más resonantes de la historia política de México, a saber: la invitación que el presidente Enrique Peña Nieto hizo a Donald Trump en el curso de la campaña electoral de Estados Unidos, colocando así, al lado de los rusos –ahora lo sabemos, ya sin lugar a duda– su granito de arena para la derrota del Partido Demócrata en las urnas.
Pero debe destacarse el aparente sinsentido: no es AMLO quien le asesta este golpe al candidato del PRI, sino el mismísimo Anaya, quien cree que el segundo debate deberá marcar en definitiva un nuevo y definitivo curso a las encuestas. Por eso el efectismo, fórmula-eje de la estrategia escogida por los de su “cuarto de guerra”.
II
Pero si de efectismos se trata, nadie como Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco. Burdo o primitivo, carente de lenguaje y falto de elocuencias, cumple la misión que hace seis años fuera encomendada a Gabriel Quadri: tratar de bajarle puntos a AMLO, colocando sus afanes principales en el peso que su “candidatura independiente” pueda llegar a tener en la subasta sexenal con la que se constituya algún “gobierno coaligado”.
“Cortar manos” o “expropiar bancos” no fueron en su boca expresiones ajenas, en un discurso en el que “todo es posible”, adosado con el orgullo de haber tenido un origen plebeyo, patéticamente construido –manipulado– a partir de la figura de quien es su verdadero “héroe” (dijo héroe, no heroína): su madre, analfabeta.
Pero nadie quiso darle juego a quien está en claramente ubicado en la ruleta electoral para canalizar hacia él los 2 o 3 puntos porcentuales que, contra AMLO, “pudieran hacer la diferencia”.
III
Pero si hablamos de protagonismos fallidos no podemos dejar de mencionar el que tuvieron los propios conductores del encuentro en Tijuana. A tal punto que, pudiéramos decir, el debate no fue entre cuatro sino entre seis opinadores con micrófono. Porque León Krauze y Yuriria Sierra se subieron al ring para dar golpes sin ton ni son a los presidenciables: exigencias extremas de “concreción”; gestos o frases –sutiles unas, otras no tanto– de aprobación o de reprobación, según el caso; marcos referenciales o contextos no necesariamente breves, con datos o con ilustraciones para “ayudar” a enmarcar las temáticas en turno; juicios a modo –en este caso por parte de la señora Sierra– contra el hecho simple y llano de que el podio estaba copado por sujetos de sexo masculino (ya sin el “factor femenino”, referida en este caso a la ausencia de la excandidata Margarita Zavala), etcétera.
El desaguisado generado por los conductores, habrá que decirlo, estuvo a modo con el diseño mismo del debate: León Krauze y Yuriria Sierra aparecieron como “intermediarios” de la opinión popular representada por 42 electores “que aún no había definido su inclinación sufragante”, en un acto de “representación” inventada que quitó fuerza y luces a las intervenciones –buenas o malas, tal era el punto– de los directamente implicados en la competencia política.
IV
El AMLO que vimos en el segundo debate no fue el mismo que en el primero. Con mejor presencia y mayor soltura, pudo entreverar algunas de sus propuestas principales con puntuales defensas frente al embate de sus rivales. Con un elemento adicional que creo vale subrayar en este escrito: trató el tema internacional –particularmente el de la relación con Estados Unidos– con suficiente firmeza, pero sin ningún desplante adjetivo.
Y, en lo que tuvo de tiempo para evadir los golpes, las propuestas: convertir “los 50” consulados mexicanos en Estados Unidos en espacios de defensoría jurídica de los migrantes o de los mexicanos que viven en esas tierras; reconstrucción de las relaciones de México con los demás países del orbe poniendo los énfasis en “el factor interno” (la reconstrucción nacional como clave para hablarse de tú a tú con cualquier nación del planeta); pensar la relación de México con la migración “que viene del Sur” dentro de un plan reconstructivo global del tipo “Alianza para el Progreso”; enfrentar las causas y efectos del narcotráfico desde las raíces de pobreza(s) que le ofrecen base y que lo alimentan; abrazar al migrante o a los mexicanos maltratados y deportados por la mano de Trump con y desde nuestras propias riquezas culturales o pluriculturales, etcétera.
¿Quién ganó el debate?
El tema quizás no sea en este caso el de quién ganó el debate, sino el de quién o quiénes lo perdieron. Porque, en la exigencia estadística o numérica del conductor León Krauze, ello se mide o medirá en el cambio –o no– de las inclinaciones del voto. ¿Bajarán los bonos de AMLO y subirán los de Anaya, como aseguró Jorge Castañeda en el post-debate? Con las nuevas encuestas, esta misma semana lo sabremos.